No es rara la presencia de la música en las novelas, cuentos y escritos de Baroja. Unas veces, como indica José Ignacio Ansorena, para concentrar en el órgano la pasión, otras para hacer del piano y el violín punto de partida y cierre en la evolución del protagonista.
El caso es que en nuestra literatura contemporánea apenas suenan los ecos de la música como señala José Carlos Mainer. Unamuno y Antonio Machado ignoraron en sus libros la existencia de la música. Baroja fue, al respecto, una excepción en su época. Sus escritos reflejan el interés por Mozart y la ópera y agunas de sus novelas parecen próximas a la concepción del poema sinfónico. Le molestaba la ópera como espectáculo social pero supo apreciar la grandeza del «Don Giovanni» de Mozart.
Federico Sopeña pone de relieve como a pesar de su insistencia en negar una afición verdadera, en la obra de Baroja hay juicios sobre música sorprendentes, intuiciones admirables y algunos exabruptos.
Podcast de la entrada. Para oír las ilustraciones musicales pulsar el logo de Spotify
Da la impresión que Pío Baroja es, de todos los escritores del finales del siglo XIX, el único que ha oído y oye música «real». Su padre, Serafín Baroja, era— como ha escrito Julio Caro Baroja— “músico y aun melómano. Había aprendido a tocar el violoncello y de joven no había función en Santa María de San Sebastián, en la que no fuera con él a tocar en el coro, alguna misa clásica o alguna obra famosa.”
La afición musical siguió muy arraigada en la casa de los Baroja. El sobrino de Baroja recuerda que, ya en los años de la República, «alguna tarde en que mi madre, Carmen Baroja se quedaba sola en casa, conmigo y con mi tío Pío, solía sacar sus cuadernos de música y se ponía al piano. Y si pienso ahora en lo que tocaba y lo que nos gustaba tanto a ella como a nosotros, me doy cuenta de lo metidos que estábamos en el siglo XIX. Rara vez dejaba de empezar con una sonata clásica, de Haydn o de Mozart. Después tocaba algún trozo de Beethoven, alguna canción de Schumann o una romanza de Mendelsohn. Si la dosis de romanticismo o de clasicismo alemán empezaba a parecernos excesiva, mi madre sacaba las partituras de las viejas óperas italianas de Rossini, de Bellini y de Donizetti. Y lo raro es que mi tío Pío, que no tenía un oído muy bueno para cantar, se acordaba de muchas de las letras de ellas».
Parte de la cultura musical de Baroja provenía de la música que había oído tocar en los cafés. Tanto la llamada culta como la popular. No le gustaban, en cambio, las salas de concierto ni el Teatro Real. En 1935 su hermano Ricardo escribió sus Recuerdos de la Gente del 98, evocando el Nuevo Café de Levante, donde tocaban un violinista, Abelardo Corvino, y un excelente pianista que murió joven y se apellidaba Enguita: «Atacaba esas monstruosas transcripciones de ópera con furia. El piano rugía bajo sus manos escuálidas y producía tanto estrépito como una orquesta entera. Pero su especialidad era Mozart. ¡Qué pureza, qué graciosa ironía, qué encanto, cuando apenas desfloraba con las yemas de los dedos el marfil y el ébano de las teclas!». “Al trasladarnos al Nuevo Café de Levante, nido de melómanos, muchos de los literatos de nuestro grupo desaparecieron.”
Ese universo musical, humano y popular de los cafés, casas de juego, garitos y casinos se refleja fielmente en «El árbol de la ciencia».
En aquel Café del Siglo, adonde iba Sañudo, el público en su mayoría era de estudiantes; había también algunos grupos de familia, de esos que se atornillan en una mesa, con gran desesperación del mozo, y unas cuantas muchachas de aire equívoco.
Sañudo y sus amigos se pasaban la noche del sábado hablando mal de todo el mundo, y luego comentando con el pianista y el violinista del café, las bellezas de una sonata de Beethoven o de un minué de Mozart. Hurtado comprendió que aquél no era su centro y dejó de ir por allí.
Varias noches, Andrés entraba en algún café cantante con su tablado para las cantadoras y bailadoras. El baile flamenco le gustaba y el canto también cuando era sencillo; pero aquellos especialistas de café, hombres gordos que se sentaban en una silla con un palito y comenzaban a dar jipíos y a poner la cara muy triste, le parecían repugnantes.
La imaginación de Andrés le hacía ver peligros imaginarios que por un esfuerzo de voluntad intentaba desafiar y vencer.
Había algunos cafés cantantes y casas de juego, muy cerrados, que a Hurtado se le antojaban peligrosos; uno de ellos, era el café del Brillante, donde se formaban grupos de chulos, camareras y bailadoras; el otro, un garito de la calle de la Magdalena, con las ventanas ocultas por cortinas verdes. Andrés se decía: “Nada, hay que entrar aquí; y entraba temblando de miedo.”
Entre la generalidad de los tipos vulgares, oscuros, borrosos que iban al casino a leer los periódicos y hablar de política, había dos personajes verdaderamente pintorescos.
Uno de ellos era el pianista; el otro, un tal don Blas Carreño, hidalgo acomodado de Alcolea.
Andrés llegó a intimar bastante con los dos.
El pianista era un viejo flaco, afeitado, de cara estrecha, larga y anteojos de gruesas lentes. Vestía de negro y accionaba al hablar de una manera un tanto afeminada. Era al mismo tiempo organista de la iglesia, lo que le daba cierto aspecto eclesiástico.
También Baroja discurrió sobre las afinidades de la música y su público. Casi todos los hombres de letras se caracterizan por su aversión a la música y su absoluta carencia de oído (…) En cambio, pintores y dibujantes escuchaban embelesados las sonatas de Mozart y Beethoven ».
En Juventud, egolatría escribió que «la música es el arte más social y el de mayor porvenir» porque ante él «no hay necesidad de discurrir ; con ella no hay necesidad de saber si el vecino es creyente o incrédulo, materialista o espiritualista ; no hay, por lo tanto, discusión posible con él acerca de los conceptos trascendentales de la vida». Y, por otra parte, su audición “adormece ese fondo de maldad desinteresada y turbia del espíritu.”
“Así como la mayoría de los aficionados a la pintura y a la escultura son chamarileros y judíos disfrazados, los aficionados a la música son, en su mayoría, gente un poco vil, envidiosos, amargados…»
En «El árbol de la ciencia» Baroja lleva a cabo un ataque furibundo a todos los «filarmónicos» a quienes tacha de indeseables que tras el escudo de la espiritualidad, esconden sus mezquindades y utilizan la música como narcótico que les libere de sus muchas culpas.
Empezó a creer que esa idea general y vulgar de que el gusto por la música significa espiritualidad, era inexacta. Por lo menos en los casos que él veía, la espiritualidad no se confirmaba.
Entre aquellos estudiantes amigos de Sañudo, muy filarmónicos, había muchos, casi todos, mezquinos, mal intencionados, envidiosos.
Sin duda, pensó Hurtado, que le gustaba explicárselo todo, la vaguedad de la música hace que los envidiosos y los canallas, al oír las melodías de Mozart, o las armonías de Wagner, descansen con delicia de la acritud interna que les producen sus malos sentimientos, como un hiperclorhídrico al ingerir una sustancia neutra.
Piensa Baroja que aún así, la música alcanza un mérito todavía mayor: la universalidad, alejada de los vanos sentimientos patrioteros. Tal ideal lo ha conseguido buena parte de la música alemana sobre todo, Mozart y Beethoven. Parece que la obra de estos dos maestros es la que lleva adheridas menos partículas espirituales del suelo en donde nacen. Sin embargo, Baroja sentía una profunda repugnancia por todo lo grandilocuente y enfático. “Era Wagner de cemento armado o de cartón piedra” escribió.
Esa rivalidad de la época manifestada en las largas tertulias de los Cafés entre Wagnerianos y Bethovenianos queda recogida en el siguiente pasaje de «El árbol de la Ciencia».
Otra cosa caracterizaba a Massó; su wagnerismo entusiasta e intransigente que contrastaba con la indiferencia musical de Aracil, de Hurtado y de los demás.
Sañudo y sus condiscípulos no hablaban en el café más que de música; de las óperas del Real, y sobre todo, de Wagner. Para ellos, la ciencia, la política, la revolución, España, nada tenía importancia al lado de la música de Wagner. Wagner era el Mesías, Beethoven y Mozart los precursores. Había algunos beethovenianos que no querían aceptar a Wagner, no ya como el Mesías, ni aun siquiera como un continuador digno de sus antecesores, y no hablaban más que de la quinta y de la novena, en éxtasis. A Hurtado, que no le preocupaba la música, estas conversaciones le impacientaban.
Pero quizá donde el sentimiento musical y literario de Baroja parecen aliarse de manera más íntima y evocadora es en la música popular, -no olvidemos su elogio sentimental delacordeón-, la que lleva en sí «como el olor del país en que uno ha nacido; recuerda el aire y la temperatura que se ha respirado» y, sin embargo, «siempre es inteligible para todos, por lo mismo que la música no es un arte intelectual: mueve ritmos, no ideas». Tal y como señala Enrique Franco estamos ante músicas vividas desde niño, escuchadas a sus mayores, sorprendidas en las calles desconchadas de la vieja ciudad. Antiguas habaneras, motivos recordados y anotados aquí o allá sin pretensiones etnográficas, evocación en suma ajena a cualquier deformación culturalista, ésa que hacía dudar a Baroja como a Ortega de la naturaleza del llamado gran público filarmónico y, todavía más, del valor ético del hecho musical que es solamente artístico.
En «El árbol de la ciencia» el son de lo popular, la música de la calle toma forma en esas tardes que pasa Andrés Hurtado junto a Lulú y en las que ella canta o susurra un tanguillo, dependiendo de la picardía contenida en su letra.
Cuando Andrés iba por las tardes, se encontraba a Lulú con el bastidor en las rodillas, unas veces cantando a voz en grito, otras muy silenciosa.
Lulú cogía rápidamente las canciones de la calle y las cantaba con una picardía admirable. Sobre todo, esas tonadillas encanalladas, de letra grotesca, eran las que más le gustaban.
El tango aquel que empieza diciendo:
"Un cocinero de Cádiz, muy afamado, a las mujeres las compara con el guisado.”
Y esos otros en que las mujeres entran en quinta, o tienen que ser marineras, el de la “Niña qué” o el de las mujeres que montan en bicicleta, en el que hay esa preocupación graciosa, expresada así:
“Por eso hay ahora mil discusiones, por si han de llevar faldas o pantalones.”
Todas estas canciones populares las cantaba con muchísima gracia.
En «La canción callejera» escribe su propósito, pronto olvidado, de recoger letras de tangos, habaneras y coplas populares que había oído en la España de su juventud y su niñez: canciones que, a fin de siglo, habían incrementado su ración «de gitanería y flamenquismo y quizá también por la influencia negra que venía de Cuba» y que, con el correr del siglo, pasaron «de la calle al escenario de variétés, de los labios del ciego a los de la cantante», melodía que «a veces era grosera, encanallada y brutal, pero a veces era también graciosa y fina».
Aunque Pío Baroja fuera una excepción a la regla, no siempre estuvo libre de prejuicios. Pero esa tentación antifilarmónica es efímera y no nos proporciona, ni de lejos, idea cabal de lo que supuso la música para nuestro escritor. Sacaba, a veces, sus malas pulgas de individuo gruñón: «El pianista tenía la petulancia de todos los de su oficio»…
En uno de los momentos más emotivos de «Los Baroja«, su sobrino Julio Caro ha recordado que, en los últimos años de su vida, su tío añoraba el París que había visitado en 1899: «A veces me decía (también lo escribió): «Me gustaría volver a oír Carmen, por última vez, desde un buen palco». Porque París se le convertía en música, sobre todo popular. Allí conoció a Erik Satie pero no entendió su ironía. Sí le pareció «un hombre interesante» Strawinsky, con el que compartió una comida, en Barcelona. No entendía sin embargo, el impresionismo de Ravel y Debussy.
Para Baroja la música era, a fin de cuentas, el tejido conjuntivo de la memoria. Y no había más memoria que la de los sentimientos. Cuando intentaba analizarla racionalmente, la música le desconcertaba: “Está fuera de los límites de la razón. Lo mismo puede decirse que está por debajo como que se encuentra por encima de ella.”
La música tiene una importancia estructural en la visión barojiana del mundo. La música no es solamente el acompañamiento sonoro del desfile de la intimidad sino también territorio de la revelación e incluso estructura elemental del drama de la vida.
Recreación lisérgica de Andrés y Lulú, en la época en que el primero estudiaba medicina en Madrid a finales del siglo XIX.